La silueta del Monte Nimba es inconfundible |
La Reserva Natural Integral del Monte
Nimba, en Guinea Conakry cerca de la frontera con Liberia y Costa de Marfil,
fue creada en 1981 por la UNESCO para proteger el patrimonio biológico de la
región. La montaña, con 1.752 metros de altura, es la más alta tanto de Guinea
como de Costa de Marfil y en los bosques de sus faldas o en las laderas de
gramíneas de sus pendientes se encuentran hasta doscientas especies endémicas que
la Reserva intenta proteger, como el sapo vivíparo (Nimbaphrynoides
occidentalis) o el murciélago nasofoliado (Hipposideros lamottei). Cerca de la Reserva, en el bosque de Bossou,
se encuentra una de las últimas colonias de chimpancés de África Oriental.
La riqueza biológica de la región, así
como la belleza de los paisajes de la Guinée Forestière donde se
encuentra el macizo lo hacen un destino viajero inigualable. La mejor manera de
subir a la montaña es desde Gbakoré, una pequeña población en el departamento
de Lola, a la que se llega desde N’Zérekoré. El acceso a la montaña está
limitado y hay controles militares en la carretera, por lo que es
imprescindible obtener un pase firmado por el prefecto de Lola. Cerca de
Gbakoré, en Sibadata, se encuentra el Institut
Fondamental d’Afrique Noire, una pequeña instalación para acoger a los
investigadores de campo de la institución. Gran parte de lo que se conoce
actualmente del Monte Nimba deriva de las primeras investigaciones iniciadas
por Jacques Richard-Molard, un profesor de geografía colonial, estudioso de la
región y gran conocedor de Guinea, que murió en 1951 de una caída mientras
bajaba precisamente del Monte Nimba. Su tumba, al otro lado de la carretera
polvorienta en Sibadata, la ven cada día los camiones que vienen de Costa de
Marfil cargados con inmigrantes y es una prueba fehaciente de que la montaña es
traicionera.
Se pueden
encontrar buenos guías en Gbakoré. La ascensión se inicia al amanecer, para
aprovechar todas las horas de sol. Una carretera que conduce a una mina permite
acercarse hasta el pie de la montaña. Desde aquí el camino pasa a través de
campos desbrozados con fuegos provocados, esperando la siguiente cosecha, y
llegamos a la zona de selva que delimita ya la Reserva Natural. A diferencia
del desierto chamuscado de los campos, en la selva la vida es exuberante. Un
pequeño río refresca el ambiente. El aire, saturado de humedad, huele a tierra
mojada y está lleno del ruido de los grillos y los pájaros. Se pueden ver
árboles del género Fagara con corteza llena de púas, arbustos de savon
noir (Carapa procera) y decenas de lianas, epífitas y helechos de
distintas especies. El suelo de la selva empieza a inclinarse allá donde poco a
poco el terreno se va acercando a la falda de la montaña.
La selva
termina de golpe, junto a la inclinación más fuerte que encontramos hasta
entonces: una rampa de cuarenta grados recubierta de hierba, húmeda aún del
rocío nocturno. A partir de aquí, hay que zigzaguear por el terreno, ganando
altura, deteniéndonos de tanto en tanto para poder descansar y contemplar la
vista. Ésta se extiende más allá de la selva tropical que bulle a nuestros
pies, hasta los campos chamuscados y las casas de Gbakoré donde sus habitantes
aún duermen.
Llegamos hasta
la cresta, ancha y herbosa como un campo. Entre la roca rojiza de la montaña y
el verde de la vegetación, destacan algunos brotes quemados: hasta aquí llegan a
veces los fuegos. Una vez en la cresta, sólo es cuestión de seguirla hasta la
cima. El cordón rocoso gira ligeramente para encararse al sureste y se inclina
un poco más para llevarnos hacia la última fuerte subida hasta la cima, a la
que se llega cuatro horas después de haber dejado el vehículo.
Una
construcción de piedras marca la cima y sirve de atalaya. Desde ahí el macizo
de verdes y redondeadas montañas se extiende hasta el horizonte en el sur, allá
donde empiezan a bajar hacia la planicie de Liberia. Una mancha de un verde más
intenso, en un valle entre las montañas, nos indica el lugar donde el agua es
más abundante, el mer d’hivernage, ahí donde viven los sapos vivíparos. Desde
lo alto de la construcción, se puede ver el precipicio de la cara noreste de la
montaña, ahí donde el acantilado recortado da al Monte Nimba su silueta más
conocida. En su base vemos la selva tropical, esponjosa y con todas las
tonalidades del verde. Desde ella nos llegan los sonidos alegres de algunos
pájaros exóticos, y de tanto en tanto, los gritos de los chimpancés salvajes...
Este artículo apareció por primera vez en el número de Noviembre de 2013 de la revista AFROKAIRÓS.
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