Si
hay un lugar en el mundo que represente mejor la resistencia a la opresión, éste
es, sin lugar a dudas, Robben Island, en Sudáfrica. Y más en concreto, la celda nº4 del
bloque B, de la prisión de máxima seguridad donde Nelson Mandela (alias 466/64)
pasó 18 años de los 27 que estuvo encarcelado.
Desde
que Robben Island fue abierta al público en 1999, es una de las mayores
atracciones de Ciudad del Cabo, y una visita obligada para entender la lucha
contra el Apartheid y la importancia de Nelson Mandela en la creación de la
nueva Sudáfrica.
Para
llegar a la isla sólo se puede hacer en uno de los ferris que salen cada hora
del Victoria & Albert Waterfront de Ciudad del Cabo y que están incluidos
en el tour.
El
nombre holandés de Robben Island hace referencia a las muchas focas que vivían
en la isla. Fueron cazadas intensivamente y actualmente ya no hay colonias que
críen en sus costas, pero durante el trayecto de cincuenta minutos en barco
desde Ciudad del Cabo hasta la isla se pueden ver varias de ellas jugando en la
superficie del agua al paso del ferry.
Desde
el muelle de Murray’s Bay se entra caminando al recinto carcelario, cuya
entrada es un ancho arco con la inscripción “We serve with pride / Ons dien met
trots”: servimos con orgullo. Me recuerda algo al “Arbeit macht frei” de
Auschwitz…
Uno
de los primeros prisioneros políticos en ser encarcelado en Robben Island fue
Autshumato, un cabecilla de la etnia san que hizo de intérprete para los
holandeses de Ciudad del Cabo a partir de 1652. Como resultado de una
escaramuza, Autshumato fue enviado a Robben Island en 1658, pero después de un
año y medio de reclusión, pudo escapar en un bote de remos. En 1690, el
prisionero Jan Rykman escaparía nadando, convirtiéndose en el primero en
conseguir la hazaña.
La visita de Robben Island
Durante
un tiempo Robben Island también albergó una leprosería y un centro de
cuarentena animal, pero con el tiempo, la isla reforzaría su imagen como
prisión y sitio de expulsión especialmente para los presos políticos del
Apartheid a partir de 1961. Su aislamiento la hacía especialmente indicada para
dificultar las visitas y a la vez impedir escapar.
Montamos
en un bus para ir a visitar la isla: en el centro, con un color blanco
resplandeciente bajo el sol, la cantera de piedra caliza donde los prisioneros
eran forzados a cargar piedras de un lado para otro para desmoralizarles. En
los momentos de descanso, cuando el sol arreciaba y cegaba la vista, se reunían
dentro una pequeña cueva que aún existe. Ahí enseñaron a escribir a los
analfabetos, y hablaban del futuro entre ellos. El sitio sería conocido como la
Universidad de Robben Island.
Junto
a la cantera, pasamos por delante de la casa de Robert Sobukwe, donde el
disidente político pasó seis años de confinamiento solitario, sin poder hablar
con nadie. Mandela y sus compañeros, al menos, podían hablar entre ellos mientras
estaban
fuera
de las celdas.
La prisión por dentro
Regresamos
al bloque B para conocer la prisión por dentro. Desde fuera, el edificio se
muestra como una fortaleza inexpugnable de la cual es imposible entrar o salir
sin permiso: altos muros de hormigón rematados con alambre de púas y omnipresentes
torres de vigilancia. Uno de los empleados se acerca a la gran puerta metálica
exterior y da unos cuantos golpes ceremoniales con el picaporte. Se oye el eco
retumbar en los pasillos interiores. Después de unos segundos, un hombre abre
la puerta y nos sonríe. Será nuestro guía a través de las galerías, celdas, lavabos
y comedor de la prisión: se llama Ntuza Talakumeni, aunque aquí se le conocía
con un número, 58/86. Fue prisionero político por pertenecer a la guerrilla del
ANC y haberse formado en Cuba y Angola. Tiene 62 años, una cara agrietada por
el sol, le faltan unos cuantos dientes y aún camina con un cierto encorvamiento
heredado de los trabajos forzados que realizó aquí. Hace ya quince años que
vive y trabaja en Robben Island de una manera muy distinta: ahora es guía y
tiene por vecinos a algunos de los viejos guardias que después del cierre de la
cárcel quisieron quedarse también. “Ahora todos somos iguales” dice Ntuza, “ya
les he perdonado. Vivimos juntos en la isla y hasta somos amigos”.
La celda de Mandela
Entramos
en el largo corredor con celdas a lado y lado. La de Nelson Mandela está
cerrada con la misma puerta de barrotes que durante tantos años le mantuvo
dentro y los mismos objetos que encontró cuando llegó aquí por primera vez. Uno
a uno los visitantes la miramos con una mezcla de aprensión y admiración: una
celda espartana de 2,4 x 2,1 metros de superficie con cuatro mantas, un
colchón, un orinal, un taburete, y una pequeña ventana con barrotes que da al
patio amurallado en la que solo se podía ver un poco de cielo azul que
contrasta con el gris de la piedra.
En
el patio, a Mandela y sus compañeros les hacían romper las piedras a
martillazos y sufrieron humillaciones constantes: debían llevar siempre
pantalones cortos, su comida era escasa y mala y sus visitas y cartas se
limitaban a una anualmente.
Antes
de subir al autocar, le pregunto a Ntuza qué le llevó a querer quedarse para
hacer de guía. Piensa un poco y responde serio: “Lo hago para demostrar al
mundo que Sudáfrica ha cambiado”.
Sin
duda, Robben Island fue en su día una de las caras más vergonzosas de la
política del Apartheid y su racismo. Si al caer el régimen blanco Mandela pudo
rehacer el país fue, en gran medida, por esas reuniones en la “Universidad” de
la cantera. En su gobierno, Mandela se rodeó de unos cuantos de sus compañeros
de prisión con los que habían planificado como debería ser su país perfecto,
así que la misma Robben Island que les había privado de libertad también
contribuyó a convertir Sudáfrica en un nuevo país: la Nación del Arcoíris.
La
resiliencia de esos hombres a lo largo de tantos años de presidio forjaría la
leyenda de los prisioneros de Robben Island y convertirían la prisión y la isla
en el símbolo único del triunfo del espíritu humano sobre la adversidad, el
sufrimiento y la injusticia.
Jordi Canal-Soler
Este artículo fue publicado inicialmente en el periódico AFROKAIROS, en el número de mayo de 2015.
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