Con solo 2.799 m de altura, el volcán Kawah Ijen en el
este de la isla de Java, en Indonesia, no es de los más altos del país. Y
aunque no esté echando lava y su actividad se limite a unas cuantas fumarolas,
es uno de los más impresionantes del mundo. La razón: es de los pocos volcanes
activos convertidos también en una mina. Desde 1968, cada día, docenas de hombres
mal calzados, de mirada cansada y cuerpo encorvado, suben al volcán y bajan a
su caldera para recoger su carga de mineral de azufre. Despedazan las
deposiciones sulfurosas entre vaharadas de gases tóxicos, las cargan en cestas
de bambú y las bajan hasta el aparcamiento donde llegan los camiones que se lo
llevarán hasta las refinerías. Cada día, trabajan en condiciones casi
infrahumanas extrayendo y bajando varias cargas de mineral para conseguir un
jornal pobre según los ojos occidentales pero muy elevado para la economía
indonesia.
Verlos trabajar en
el fondo del cráter del volcán, entre fumarolas tóxicas y descender la ladera
del volcán con su pesada carga es uno de
los espectáculos más impresionantes que se puedan observar en Indonesia y
uno no puede más que admirar estos mineros que trabajan en unas condiciones tan
difíciles.
KAWAH IJEN, LA MINA DEL INFIERNO
Desde hace unos
años la actividad minera se ha abierto a los turistas, y aunque durante las
horas de trabajo éstos no pueden bajar al fondo del cráter, sí lo pueden hacer
durante la noche, cuando entre las fumarolas de azufre se observan llamaradas azules de gas sulfúrico en
combustión, un espectáculo que atrae a
un número cada vez mayor de visitantes.
Subir al volcán Kawah Ijen
Desde Banyuwangi, la capital de la zona,
junto a la costa oriental de Java, una carretera inicialmente asfaltada remonta
poco a poco la pendiente durante más de una hora de recorrido hasta convertirse
en una pista forestal que llega junto a la estación de Paltuding, a 1.850 metros sobre el nivel del mar. Aquí es donde se
deja el coche y se empiezan a andar los casi mil metros de desnivel que faltan
hasta la cima.
El camino hasta la
cima es a pie, y suele tardarse unas dos horas parando a menudo no tanto para
descansar (pues no es fatigoso) sino para admirar las vistas de los volcanes y
valles circundantes. El sendero recorre la falda del volcán sinuosamente,
recorriendo tranquilo las varias coladas de lava creadas en el pasado y los
varios estratos de vegetación que se suceden con la altura, desde la selva
tropical de la base de la montaña, pasando por los arbustos del medio, la
hierba del final y la rocosa desnudez de la cima.
Una vez en el borde
del cráter, las vistas sobre el gran lago que inunda la caldera es magnífica. De un verde azulado irreal, el agua es tan
ácida debido al gas sulfúrico que cuando en 2008 un programa de televisión
bajó al agua para documentarlo, extrajo una muestra y determinó que su pH es del 0,5, altamente corrosivo.
El cráter tiene un
diámetro de 722 metros, pero no puede recorrerse en todo su perímetro sin
peligro de caer o de aspirar gran cantidad de gases sulfurosos. De día, las
medidas de seguridad son bastante rigurosas y los mismos mineros prohíben la
bajada a la zona de trabajo a los turistas. Para ello hay que tomar un tour
nocturno.
Fuego azul de gas sulfúrico
El gas sulfuroso
que se filtra a través de grietas subterráneas sale a la superficie en forma de
llamaradas de un azul muy tenue imposibles de distinguir a distancia y en pleno
día. Por ello desde hace unos años se realizan excursiones que salen desde
Banyuwangi a las doce de la noche y que antes de salir el sol ya han llegado al
fondo del cráter, junto a las aguas del lago que llena su interior, para ver el
famoso Fuego Azul que dio a conocer
un reportaje de National Geographic.
Cuando los mineros empiezan a llegar con el sol para trabajar, los turistas ya
han vuelto a subir hasta el borde del cráter.
Los incansables mineros del azufre
Impertérritos ante
los turistas y visitantes, los mineros del azufre siguen haciendo su trabajo. Cada día realizan varios descensos hacia el
fondo del cráter para romper las deposiciones frescas de azufre que se
acumulan junto a las fumarolas. Cerca del lago hay una grieta por la que se
escapa el gas sulfuroso. Hace ya tiempo que se canalizó el gas a través de unas
tuberías de cerámica que van enfriándolo de manera que se convierte en azufre líquido
(de un rojo intenso) que al enfriarse aún más se convierte en roca de azufre
(amarilla). Al pie del extremo de la tubería, donde se va formando la
depositación, los mineros rompen la roca nueva con picos y varas de metal. Los
grandes pedazos de roca los cargan en rústicas cestas de
bambú en los dos extremos de una larga vara central y se la cargan a la espalda.
Una carga típica pesa entre 75 y 90 kilos, y los mineros tienen que subirla primero hasta la
cresta del volcán (300 metros de desnivel) y después bajarla a lo largo de los 3 km de pendiente de la falda del volcán
hasta el aparcamiento. Cerca de allá, en un cuchitril que sirve de área de
descanso, unas balanzas permiten pesar la carga y los mineros reciben su
jornal. Por todo un día de ir arriba
y abajo con la espalda cargada reciben
unos 13 dólares, un sueldo bastante alto en Indonesia. Los mineros realizan
el trabajo sin rechistar, sabiendo que están cobrando mucho más que sus
familiares dedicados al cultivo del café o del clavo de olor. Y lo hacen rápido,
porque también saben que este trabajo no les va a poder durar toda la vida. Tarde
o temprano su salud se resentirá. Mientras cavan el azufre en el fondo de la
caldera solo llevan un pañuelo en la boca y nariz para protegerse de los gases
tóxicos; el enorme esfuerzo físico les destroza las rodillas; y el peso sobre
la espalda les causa úlceras en la piel.
Los mineros del Ijen son héroes anónimos, pequeñas hormigas trabajadoras que, sin desfallecer
un momento, se esfuerzan sin parar a pesar del ambiente infernal en el que
laboran.
Por ello cuando se ve con
qué afán trabajan y con qué obstinada abnegación extraen el azufre de las
entrañas de la tierra, uno solo puede sentirse emocionado. Y más cuando a pesar
del esfuerzo que realizan, aún son capaces de esbozar una ancha sonrisa que, abarcando todo el volcán de Kawah Ijen,
dice sin palabras: “Bienvenidos a mi tierra!”.
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